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Adolfo Alsina y los desafíos de un liberalismo popular

Es frecuente que se tilde a los liberales de elitistas y aristocráticos. Bernardino Rivadavia fue quien encarnó más cabalmente esta figura en la Argentina, aunque personajes de su tipo pueden hallarse en cualquier momento a lo largo de la historia del país. Dicha calificación, pese a estar fundada sobre cierta base de realidad, es reduccionista. Fueron muchos los políticos que comprendieron la necesidad de dejar de lado el elitismo y la intelectualidad si lo que se busca es transmitir las ideas del liberalismo con éxito y, sobre todo, traducirlas en un mayor caudal electoral. Un ejemplo claro de la tensión entre estos dos polos se puede hallar en las internas de la UCeDé entre Álvaro Alsogaray y Adelina Dalesio de Viola.

En la actualidad, aunque el debate en cuestión no quedó zanjado del todo, pareciera estar arribándose a un consenso favorable a la alternativa “popular”, al menos entre los principales referentes liberales. En este sentido, de forma singular en la historia argentina, Adolfo Alsina combinó las ideas de la libertad con una impresionante popularidad en torno a su figura, lo que le ganó el apodo de “caudillo de Buenos Aires”. Su vida y obra, sin lugar a dudas lo más cercano a un “liberalismo popular” que se haya visto en la Argentina, suscitó controversias como era de esperar. Con el estilo polémico que lo caracteriza, Juan José Sebreli, por ejemplo, calificó su praxis política de “liberalismo con tendencias populistas”. (1)

A pesar de que la figura de Alsina hoy en día pasa prácticamente desapercibida, jugó un rol preponderante en la formación de la Argentina. El historiador Miguel Ángel Scenna lo denominó “el mito olvidado” por el gran peso político que tuvo cuando vivió. El estudio de su personalidad arroja a la luz una serie de desafíos de gran actualidad concernientes a la implementación de un “liberalismo popular” en el país. Dada la ambigüedad del significado de lo “popular”, no parece atinado definir a priori qué implica un liberalismo con estas características, sino que resulta más provechoso que la lectura del artículo dé lugar a una serie de interrogantes respecto al sentido que debiera adquirir el concepto.

Adolfo nació en Buenos Aires el 14 de enero de 1829. Su niñez estuvo marcada por la persecución política de la que fue víctima su familia. A los seis años marchó junto a sus progenitores al exilio en Montevideo. Su padre, Valentín Alsina, había sido detenido por la tiranía de Rosas y por poco había logrado escapar del barco en que estaba encarcelado. Cuatro años más tarde le llegaron noticias de la muerte de sus abuelos maternos: Manuel Vicente Maza, uno de los dirigentes más importantes del federalismo porteño, había sido asesinado por la Mazorca y su mujer, no pudiendo soportar lo ocurrido, se suicidó. Fue en estas duras condiciones que Alsina se formó, heredando de su padre firmes convicciones unitarias, liberales y localistas. Inició sus estudios de Derecho en la Universidad de Montevideo y los concluyó en Buenos Aires, ciudad a la que regresó luego de la caída de Rosas en la Batalla de Caseros.

Las medidas adoptadas por el vencedor Urquiza desataron en Buenos Aires la revolución del 11 de septiembre de 1852, que supuso la instauración de la provincia como un Estado independiente. Alsina participó en su defensa durante el tiempo que duró el sitio de la ciudad y luego en las batallas de Cepeda y Pavón. En el entreacto de ambos enfrentamientos formó parte de la Convención Provincial que examinó la Constitución de 1853. Fue también dos veces electo diputado nacional por Buenos Aires en los comicios llevados a cabo tras una y otra batalla respectivamente. En todo este tiempo se destacó junto con Sarmiento y Mitre como uno de los más destacados pandilleros, denominación dada a los miembros del Partido Liberal que se oponían a la política de la Confederación encabezada por Urquiza.

La carrera política de Adolfo Alsina despegó definitivamente en ocasión del debate sobre el proyecto de Federalización de la Provincia de Buenos Aires propuesto por el entonces presidente Mitre. El crítico literario Paul Groussac consideró su discurso como “el mejor de su vida parlamentaria, sin duda el más luminoso y elocuente de esa discusión”.(2) Alsina argumentó que el proyecto violaba varios artículos de la Constitución Nacional. Rescató, asimismo, la Constitución de EE.UU., en especial el artículo que circunscribía a unos pocos kilómetros el área que podía servir de asiento a las autoridades federales. Esta limitación territorial, de la que nada se decía en la Constitución Nacional, permitía conservar el equilibrio de los poderes y robustecer la fuerza de los Estados frente al Poder Ejecutivo Nacional. En este sentido, advertía que la sanción del proyecto discutido era “la primera piedra para que, cuando la época o los sucesos lo quieran, se levante sobre ella el edificio del despotismo”.(3)

La disyuntiva en cuestión provocó la escisión del Partido Liberal en dos: por un lado, el Partido Nacionalista de Mitre y, por el otro, el Partido Autonomista de Alsina. Entre las dos facciones no existían grandes disidencias ideológicas; las diferenciaba fundamentalmente su postura respecto a la promulgación de Buenos Aires como capital. Alsina, que había terminado aceptando los principios constitutivos del sistema federal, erigió el partido con base en la defensa de los derechos y la autonomía de Buenos Aires. En su seno predominaba una férrea oposición tanto a las prerrogativas (derechos diferenciales) de las provincias del interior como a la centralización del poder político. De esta manera, pese a su origen unitario, la figura de Alsina atrajo a los antiguos federales, que encontraron en el autonomismo una vía para hacer política tras años de inactividad.

En contraposición al carácter aristocratizante de la línea encabezada por Mitre, el Partido Autonomista era reconocido por su sentido “popular”. El principal propulsor de dicha impronta era el mismo Alsina, que siempre promovió la impresión de ser un hombre cercano y accesible al común de la gente. Era frecuente, de hecho, que los más humildes se le acercaran para hablarle o tocarlo por la calle. Resulta imposible afirmar que fuera “el hombre más popular de la República” como diría su amigo Enrique Sánchez en la biografía que le dedicó, pero no hay ninguna duda de que fue enormemente popular para su época, como ningún otro liberal llegó a serlo en la Argentina. Pérez Izquierdo ubica el origen de su afinidad popular en sus tiempos como soldado de la Guardia Nacional, momento en que constató las deplorables condiciones en que se prestaba dicho servicio militar y emitió numerosas proclamas abogando por enmendarlas.

En efecto, los “intereses de Buenos Aires” eran presentados por el Partido Autonomista y su líder como una bandera concerniente a la sociedad porteña en su totalidad, independientemente de la condición social del individuo. Así fue como Alsina atrajo la adhesión de variados y heterogéneos grupos sociales: ex unitarios y antiguos federales, habitantes de la ciudad y de la campaña, gauchos y estancieros, estudiantes y bolicheros, arrabaleros e intelectuales, militares y civiles. Es destacable particularmente la generación excepcional de jóvenes que pasó por sus filas militantes y protagonizó la escena política en las próximas décadas: Leandro N. Alem, Carlos Pellegrini, Hipólito Yrigoyen, Roque Sáenz Peña, entre otros.

De esta manera, no sería descabellado hipotetizar que el Partido Autonomista representó un proyecto hegemónico –en el sentido gramsciano del término– en la Provincia de Buenos Aires por tal época. Ahora bien, la afirmación debería ser tomada con pinzas. Dado el carácter irregular de la incipiente democracia habida por entonces, no existen números certeros del apoyo popular a una u otra fórmula. Todas las elecciones estaban teñidas por el fraude, que era practicado indistintamente por las diferentes fuerzas políticas. Asimismo, el sufragio no era obligatorio. Sea como sea, Alsina se volvió el “dueño de la maquinita electoral”,(4) como diría de forma irónica el historiador Miguel Ángel Scenna. Es que al mistrismo le resultó prácticamente imposible vencer al Partido Autonomista en elecciones.

Puede resultar confuso hablar de “partidos” en sí, ya que lo que se comprendía por tal término en su momento dista mucho de cómo son entendidos hoy en día. No existían agrupaciones políticas orgánicas ni estructuras partidarias estables. Las corrientes se agrupaban más bien en torno a una personalidad, a la par que la vida política transcurría a través de los “clubs”. Los “clubs” se reunían casi siempre en vísperas de las elecciones para proclamar las próximas candidaturas. Eran asambleas populares, cada cual adscripta a determinada figura, a las cuales podía asistir quien quisiera oír y participar en el apoyo de una u otra fórmula. Dentro de los partidos podía haber varios “clubs”, lo cual indicaba la diversidad de líneas internas. Los simpatizantes de Alsina se nuclearon mayoritariamente alrededor del Club Libertad, que logró en particular una continuidad de posición política a lo largo del tiempo.

En 1866 Alsina fue electo Gobernador de la Provincia de Buenos Aires. Su mandato duró tan solo dos años, ya que pronto renunció para poder asumir su próximo cargo. Entre sus principales medidas se encuentran la creación de la Oficina de Cambios (inspiración de la futura Caja de Conversión), la privatización de tierras públicas con derecho de prioridad a los colonos que las habitaban y la apertura de escuelas, a las que propugnaba la asistencia obligatoria. Una de los proyectos en mente que no pudo concretar fue la eliminación de la Guardia Nacional en la frontera, servicio militar al que eran asidua y arbitrariamente convocados los ciudadanos, sobre todo aquellos provenientes de los sectores rurales subalternos. Su gobierno coincidió con la Guerra del Paraguay encabezada por el presidente Mitre, a quien Alsina apoyó enviando dinero y hombres a pesar de ser su adversario.

En el marco de las elecciones presidenciales de 1868, Alsina entabló una alianza con Sarmiento que lo catapultó a la Vicepresidencia de la nación. El acuerdo fue por pura estrategia política. Aunque era amigo de Valentín Alsina, Sarmiento no simpatizaba con su hijo Adolfo. Lo llamaba “compadrito”, mote utilizado entonces para designar a cierto tipo de figura urbana surgido en la segunda mitad del siglo XIX: la del joven habitante de los arrabales de la ciudad, ansioso por lograr fama y siempre dispuesto a hacer alarde de su coraje y pavonearse con el cuchillo. El apodo no era casual: su compañero de fórmula contaba con gran apoyo entre ellos y solía utilizarlos para “tareas pesadas”. Decidido a no permitir que la figura de su vicepresidente sobresaliera, Sarmiento expresó que durante su gestión solo “se quedará a tocar la campana del Senado”. Para un hombre proclive a la acción como era Alsina, este fue uno de los momentos más exasperantes de su carrera política.

En las siguientes elecciones presidenciales, en vista de que su candidatura no contaba con los votos suficientes para triunfar, Alsina apoyó la de Nicolás Avellaneda, quien había sido Ministro de Gobierno en sus años como Gobernador de Buenos Aires. El flamante Presidente lo designó Ministro de Guerra y Marina, y tan pronto asumió debió encargar se de sofocar una insurrección encabezada por Mitre, que al perder las elecciones se había alzado en armas clamando fraude. Alsina había pedido el Ministerio con intenciones precisas: materializar el reclamo territorial sobre la Patagonia. Emprendió así una campaña militar “contra el desierto para poblarlo y no contra los indios para destruirlos”.(5) En este sentido, Alsina buscó alcanzar un tratado de paz con las tribus, a quienes creía poder integrar al país una vez que palparan las mejoras en las condiciones materiales de existencia que ofrecía la sociedad moderna. A tal fin propuso otorgarles amplias parcelas de tierra con sus respectivos títulos de propiedad y permitirles el alistamiento de sus guerreros en el ejército argentino.

A la par de su labor militar, Alsina promovió la idea de la Conciliación: un acuerdo entre las dos grandes fracciones porteñas que tuviera como fin pacificar el país. En efecto, tras la derrota de Mitre en 1874 se respiraba un aire constante de tensión conspirativa, y Alsina aprovechó la situación para su favor. Con auspicio del entonces Presidente, el Congreso Nacional aprobó devolverle los grados militares a los mitristas que habían participado de la reciente revolución. Se pactó también que recibieran ministerios, diputaciones y altos cargos en la administración, y una fórmula mixta que llevó a Carlos Tejedor como candidato a Gobernador. En cuanto a la presidencia, era un secreto a voces que estaba reservada para Alsina. Ironías del destino, sus planes se vieron frustrados al fallecer poco después en 1877. Su amigo Avellaneda se lamentaba en su lecho de muerte: “qué circunstancia para morir, y cuando estaba próximo a llenar sus aspiraciones; él iba a ser el futuro Presidente!”.(6)

Visto en retrospectiva, el legado de Alsina ciertamente no es intelectual. Su paso por el periodismo no es uno de sus momentos más recordados y su única obra reeditada fue la Memoria especial del Ministerio de Guerra y Marina, donde desplegó sus planes y experiencias como funcionario en la línea de fronteras. En contraposición, fue un político brillante y, por sobre todo, un gran conductor de masas. Así fue como se ganó el título de “primer caudillo urbano del país”, inusitado caso de un caudillo con ideas liberales. En palabras de Félix Luna, “fue el indiscutible árbitro de la política argentina durante más de tres lustros”(7) y ello dejó una marca indeleble en las prácticas políticas venideras, por más de que ésta haya sido omitida. Habiendo reseñado fugazmente su biografía en este artículo, ahora resta dar cuenta de ciertos desafíos que dejó como enseñanza su paso por la historia.

En primer lugar, la amplia popularidad que alcanzó en vida deriva, por sobre todo, de su personalidad carismática. Fiel a su carácter espontáneo, por las noches caía de improviso a los clubes partidarios para ver “cómo andaban las cosas”. Era también un amante de los boliches y las tertulias, donde desplegaba sus dotes de oratoria en una época en que el arte de la palabra era prácticamente la piedra basal de la política. Sus creencias y prácticas revelan la existencia de un fuerte componente empático en su personalidad. En ambientes como estos, los discursos de Alsina no versaban sobre tópicos intelectuales, sino que apuntaban directamente a encender las pasiones y sentimientos de quienes lo oían. Este vínculo con la multitud no estuvo exento de polémica: los historiadores no se ponen de acuerdo en si calificarlo o no de demagogo.

Como sucede con las figuras carismáticas, la imagen de Alsina tendía a la polarización. Octavio Amadeo señala que “por donde él pasaba, nadie quedaba indiferente; el afecto o el encono levantaban los pechos, como se agitan las aguas cuando pasa un leviatán”. (8) De allí que también contara con fervientes detractores, al punto de que las amenazas hacia su persona eran constantes. Alsina nunca se dejó intimidar por ellas, y su temeridad en este sentido le valió gran fama. De entre varias anécdotas, en una ocasión estaba caminando por la calle Maipú cuando reparó que un individuo lo había estado siguiendo por varias cuadras. Al llegar a la calle Corriente se detuvo para dejar pasar a su perseguidor, quien al alcanzarlo le preguntó “¿Qué? ¿Me tiene miedo?”. La contestación de Alsina fue fulminante: “ahora vas a ver si te tengo miedo”. Le propinó una serie de bastonazos que hicieron que el otro se diera 0rápidamente a la fuga.

El liderazgo fundado sobre el carisma tiene su asiento en las cualidades personales -extracotidianas, extraordinarias– del jefe. De ello se pueden derivar dos proposiciones. En primer lugar, que las ideas pregonadas por el líder son en gran medida secundarias. Resulta pertinente preguntarse cuántos de los seguidores de Alsina eran en verdad liberales y autonomistas. Gran parte de ellos terminaron, de hecho, apoyando la federalización de Buenos Aires tres años después de su muerte. Era el “círculo importante” del Partido Autonomista al que Alem acusaba de haber variado de rumbos en su intervención como diputado provincial en 1880. En segundo lugar, que el carisma no puede trasladarse mecánicamente de un lado a otro. En este sentido, no hace falta más que observar el carácter elitista y aristocrático que adoptó el Partido Autonomista Nacional. Surgido de la unificación del Partido Autonomista de Alsina y el Partido Nacional de Avellaneda, puede que haya heredado en gran parte los ideales del primero, pero no así su
carisma y consecuente popularidad.

Con todo, el mayor problema de los líderes carismáticos es que son casi imposibles de reemplazar. Lo que en vida vuelve tan atractiva su figura, una vez ida su persona se convierte en un embrollo para sus seguidores. El amigo de Alsina, Enrique Sánchez, se lamentaba que tras su muerte “el Partido Autonomista ha quedado hoy desmoralizado y arroja su mirada en torno suyo, buscando un hombre que reemplace a su antiguo jefe. Busca en vano! – no le encuentra!”(9). No solo eso, sino que el mismo acuerdo entre los dos grandes partidos porteños estaba en serios problemas: “la conciliación se enfría y los vínculos se rompen, porque el eslabón que unía todas las aspiraciones y todos los partidos ha desaparecido” (10). Lo que siguió después es de dominio público: la Conciliación se rompió, las disputas por la Presidencia dieron lugar a una guerra civil, y todo culminó con el peor desenlace para el autonomismo: la federalización de Buenos Aires.

Ya Weber hacía referencia al “problema de la sucesión” en los caudillos. Con la desaparición del líder carismático, la continuación de su organización requiere siempre de la existencia de algún mecanismo que facilite la elección de un reemplazante. En el marco de la nula estructuración orgánica de los partidos de la época, tal resolución no había sido institucionalizada. Tampoco Alsina en su agonía de varios días había designado a nadie como sucesor, lo cual habría ido en contra de su propio pensamiento de que eran las ideas, y no su persona, la base del partido. Su insistencia en este sentido no consiguió atenuar el excesivo influjo de su personalidad carismática, que habría menguado de haberse consolidado un aparato partidario permanente con el correspondiente ordenamiento legal. Siempre fue muy difícil escindir a la agrupación política de la figura de su líder.

Sin embargo, las ideas también fueron un elemento sustancial, y es por eso que no se puede calificar al Partido Autonomista de “partido carismático” tal como lo entiende Panebianco. La centralidad de la figura de Alsina no impidió que el sector más intransigente del autonomismo se escindiera y formara el Partido Republicano cuando se acordó con Mitre y Avellaneda la Conciliación. La instauración de un dirigente que le dispute el liderazgo fue, de hecho, una de las estrategias que puso en práctica el mitrismo para intentar fracturar al partido en vísperas de las elecciones de 1866. Asimismo, la dinámica grupal permitió, hasta cierto punto, la formación de cuadros intermedios en el autonomismo: Aristóbulo del Valle, Mariano Acosta, Manuel Quintana, entre otros. Sus figuras, empero, nunca llegaron a obtener el consenso que representó Alsina como referente.

Es muy sugerente la calificación de “liberalismo con tendencias populistas” que realiza Sebreli. Más allá de que la definición del término pueda variar, resulta en sí muy difícil calificarlo de “populista” a secas en cualquiera de los sentidos existentes. Mientras que como caudillo entabló con las masas un vínculo directo y personal, como funcionario siempre respetó las instituciones en los cargos que ejerció. Desempeñó ambos roles en simultáneo a lo largo de su carrera política y sin aparente contradicción. Su período como vicepresidente resulta revelador en este sentido. Relegado por Sarmiento, quien ni siquiera lo invitaba a las reuniones de gabinete, Alsina no se entrometió en asuntos que excedieran su cargo. Hombre de ley, en una oportunidad se llevaban preso a un juez amigo suyo. Alsina lo tomó del brazo y lo acompañó a la prisión.

Tampoco promovió el culto a su personalidad ni encarnó un liderazgo mesiánico o providencial. Frecuentemente, de hecho, hacía referencia a que había que seguir ideas y no personas. En ocasión de la renuncia a su candidatura como presidente en 1874 escribía: “a un lado las afecciones personales, y que nadie crea en la existencia de los hombres necesarios. Sálvense los principios, consérvense unidos mis amigos para las luchas del futuro”(11). En realidad, su declinación era mayormente resistida por los mismos adherentes y militantes del Partido Autonomista, que no podían tolerar que su propio jefe no fuera candidato. Irónicamente, la solución aportada por Alsina fue bastante personalista: desanimados sus seguidores, a modo de contrapeso se recorrió en dos noches todos los clubes parroquiales de la ciudad para alentarlos.

Por otro lado, aunque Alsina sustentó su liderazgo en gran parte sobre las masas populares, nunca hizo culto del “pueblo”. Es que era plenamente consciente de que, al igual que él, Rosas había contado con gran apoyo entre los sectores más vulnerables. Octavio Amadeo resalta la contradicción: eran “las mismas muchedumbres que ahora aclamaban al proscrito de ayer” (12). En uno de sus discursos en la Convención Constituyente de Buenos Aires la sentencia de Alsina fue contundente: “es peligroso entregar a la decisión del pueblo la solución de aquellas cuestiones que no entiende” (13). Trajo como ejemplo la entrega de la suma del poder público al tirano susodicho. Decía que “si el pueblo es tan inteligente que sea capaz de fallar bien […] no andemos con poderes intermediarios, entreguémosle desde ahora al pueblo la facultad de hacer por sí en la plaza pública las leyes y la Constitución” (14).

Finalmente, si acaso la dicotomía amigo-enemigo puede hallarse en sus discursos, ésta se encuentra en la primera etapa de su carrera política, caracterizada por un localismo intransigente. En efecto, Alsina contrastó en el Congreso la figura de los “enemigos de Buenos Aires” a la de del “pueblo” porteño. Este tipo de lógica, empero, debe ser ubicada en el contexto epocal: recientemente había acabado una guerra civil y todavía los ánimos estaban embravecidos. Pronto Alsina entabló acercamientos con políticos del interior, entre ellos Urquiza, siendo ya el máximo representante del federalismo en Buenos Aires. Había comprendido que si deseaba ser presidente debía trascender sus bases de sustentación porteñas, proyectándose hacia el interior y creando un partido de alcance nacional. Su rechazo a la dicotomía amigo-enemigo se refleja en que acabó en buenos términos con Mitre, su mayor contrincante político. En un banquete para celebrar la Conciliación expresó que la contienda partidaria debía ser “la lucha decorosa que respeta, que reconoce barreras; no la lucha que crea abismos, no la lucha que divide la sociedad en dos grandes campamentos” (15).

Nuevamente en la actualidad, aunque en circunstancias muy distintas, nos encontramos entre liberales con desafíos muy similares a los presentados por entonces. Vilfredo Pareto decía que “es tan cierto que «la historia no se repite jamás» idénticamente como que «se repite siempre» en ciertas partes que podemos llamar principales” (16). Queda por ver si estamos a la altura de estos acontecimientos o no.

(1) Sebreli, Juan José (2003). Crítica de las ideas políticas argentinas. Buenos Aires: Editorial Sudamericana, pág. 108.

(2) Autores varios (2000). Adolfo Alsina. Colección dirigida por Félix Luna. Buenos Aires: Ed. Planeta, pp. 59-60.

(3) Sánchez, Enrique (1878). Biografía del Dr. D. Adolfo Alsina. Recopilación de sus discursos y escritos. Buenos Aires: Imprenta de “La Tribuna”, pág. 11.

(4) Scenna, Miguel Ángel. “Adolfo Alsina, el mito olvidado” en Todo es Historia. Diciembre de 1977. Nº127, pág. 28.

(5) Alsina, Adolfo (1977). La nueva línea de fronteras. Memoria especial del Ministerio de Guerra y Marina. Año 1877. Buenos Aires: Eudeba.

(6) Sánchez, Enrique. Op. Cit, pág. CXCIV.

(7) Luna, Félix. Todo es historia. Diciembre de 1977. Nº 127, pág. 4.

(8) Amadeo, Octavio (1940). Vidas argentinas. Buenos Aires: Bernabé y Cía. Editores, pág. 36.

(9) Sánchez, Enrique. Op. Cit., pág. CCXXX.

(10) Ibídem.

(11) Ibídem, pág. XCII.

(12) Amadeo, Octavio. Op. Cit., pág. 38.

(13) Sánchez, Enrique. Op. Cit., pág. 138.

(14) Ibídem.

(15) Ibídem, pág. 254.

(16) Pareto, Vilfredo (2010). Forma y equilibrio sociales. Madrid: Minerva Ediciones, pág. 346.

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